Asaltó y vivió en prisión reiteradamente. Avezado y sin escrupulosos
pretendió amasar una fortuna con el delito y la droga en la selva del
Perú. Pero Dios tenía un lugar reservado para él. La vida de Héctor
Allende es la constatación de que el Señor libera cualquier pecado.
La noche empieza a caer en la ciudad de Lima y Héctor Allende Lloclla
sigue navegando entre sus recuerdos. Va de aquí para allá. Salta de un
tiempo a otro. Pero inconscientemente acaba yendo a parar una y otra vez
al instante que transformó el curso de su vida. Ese instante que lo
llevó de la criminalidad a la tranquilidad. A punto de cumplir 47 años y
mientras ojea una voluminosa y reluciente Biblia, quiere dejar muy en
claro que la resocialización de cualquier hombre de mal vivir, como él
lo fue alguna vez, es totalmente posible. Lo ilustra con su propia
biografía. Ayer era un ladrón que asaltaba a diestra y siniestra. Hoy se
ha convertido en un varón renovado que pasa sus días predicando la
Palabra de Dios.
Frente a la entrada del Penal Lurigancho, en uno de los rincones más
temidos de la capital peruana, Héctor de pronto recuerda su infancia en
la que se incubó su actividad delincuencial. Dice que contempló el mal
comportamiento de su padre, un hombre violento que amaba al alcohol más
que a su propia familia, y se acostumbró a ver como el dinero escaseaba
dentro de su humilde hogar. Rememora, también, que desde los ocho años
debió trabajar como vendedor ambulante de verduras para ayudar a
sostener las endebles arcas financieras de los Allende Lloclla.
Confiesa, además, que fue un chico que creció anhelando escapar de la
pobreza y planeando formas para ser "muy rico" y darle muchas
comodidades a su madre.
En el transcurso del relato que Allende hace sobre los momentos de sus
primeros años de vida, transcurridos en las calles del distrito de
Independencia, destacan varios pasajes. "Nací el 7 de septiembre de 1965
en la maternidad de Lima. Fui el segundo de diez hermanos. Mi papá se
gastaba todo su dinero en alcohol y golpeaba mucho a mi mamá. Yo la
consolaba y siempre le prometía que cuando creciera la iba a defender.
Entonces crecí con mucho resentimiento y odio. Desde pequeño traté de
ser grande y me escapé a fiestas y solía estar con adultos fumando y
tomando. A los catorce años empecé a trabajar como lustrabotas y allí se
inició mi andar en el mundo de la delincuencia", asegura mientras
acomoda el nudo de su corbata.
LA MALA VIDA
Con un gesto adusto, Héctor contesta cada una de las inquietudes sobre
ese espacio de tiempo que lo depositó al margen de la ley. ¿Cómo empezó
todo? ¿Dónde fue? "En el centro de la ciudad de Lima, en los años
ochenta, cerca de la Plaza Dos de Mayo conocí a una banda de chicos de
la calle que asaltaban, como pirañas asesinas, a cualquier transeúnte
despistado. Ellos me daban los objetos que robaban para guardarlos y así
fue como me vinculé con el hampa y me quedé deslumbrado con el dinero
que se ganaban haciendo cosas malas. Después, yo mismo comencé a hurtar y
desaparecía de mi casa para irme de farra. Mi madre, preocupada, me
tenía que ir a buscar sin saber todo lo que yo hacía", recuerda.
Poco después de culminar la secundaria, Allende terminó su oscura
evolución y se trasladó a la selva central del Perú para enrolarse a las
filas del narcotráfico. Seducido por los "magníficos" comentarios que
destilaba la zona del Huallaga, cuna del tráfico peruano de drogas, una
mañana de inicios de 1985 llegó a la localidad de Aucayacu donde con
rapidez se unió a una "firma" local. Entonces sembró, cosechó y procesó
coca y llenó sus bolsillos con muchísimo dinero. "Yo había salido de
Lima con la meta de ganar todo el dinero que me fuera posible. Trabajé
en el narcotráfico cerca de un año y gracias a Dios, aunque estuve
frente a la muerte muchas veces, nunca me pasó nada y salí bien
librado", narra.
Héctor cuenta que a su retorno a Lima se sintió "el tipo más rico del
mundo" y poco a poco se fue gastando la pequeña fortuna que había
amasado lejos de casa. Su dinero duró escasamente unos meses y después,
apremiado porque su progenitora se había contagiado de tuberculosis y
angustiado por prolongar su disipada vida, buscó la manera más sencilla
de obtenerlo. En ese instante fue que se juntó con un grupo de maleantes
de su barrio y empezó a construir su propia leyenda como el más avezado
y malvado de los ladrones del distrito de Independencia. Empero, tras
robar la casa de un oficial de la policía peruana se fue a la cárcel y
dejó sentadas las bases de su amplio y extenso historial penitenciario.
En 1989, después de salir por primera vez de prisión, donde perfeccionó
su andar delictivo, Allende redobló sus fechorías. Un robo por aquí.
Otro por allá. Hasta que al poco tiempo volvió a ser recluido. Luego de
ser excarcelado, insistió en seguir cometiendo atracos y recuperó el
tiempo perdido. Así tras a una seguidilla de asaltos a mano armada de
nuevo acumuló una gran cantidad de dinero. Y fue tanto el fruto de sus
delitos que, enajenado por el alcohol y las drogas, llegó a dormir sobre
una pila de billetes que utilizó "como almohada". Posteriormente, luego
de robar una empresa de transportes, retornó a una celda del Penal
Lurigancho. Entretanto, en medio de su vida de delito, había tenido dos
hijos con una joven que era familiar de un socio de fechorías.
EL CAMINO DEL SEÑOR
A Héctor se le ilumina el rostro al momento de rememorar cómo
terminaron esos días grises de su vida. De hecho, saca a relucir su
mejor sonrisa y expresa: "Cristo siempre resguardó mi camino. Él tenía
todo planificado para que yo llegara al camino de Dios. Después de salir
libre por tercera vez, cuando la madre de mis dos primeros hijos se
había marchado fuera del país, de nuevo reincidí con los robos y estuve a
punto de morir en un tiroteo con la policía. Eso fue en un asalto
frustrado a una empresa luego del cual me detuvieron cuando intentaba
escaparme corriendo como un loco. El Señor me quería devuelta en la
cárcel para mostrarme toda misericordia y amor".
El anochecer ya llegó y Allende está dentro del templo, en el distrito
de San Juan de Lurigancho del Movimiento Misionero Mundial, donde
colabora para engrandecer la Obra de Cristo, y ahora se apresta a
charlar respecto al instante que transformó el curso de su vida. Hace
una pausa en su discurso, toma un poco de aire, y afirma: "una noche de
1994, en el penal de Lurigancho, miro al techo de mi celda y noto que
este ya no estaba. Luego veo que del cielo bajan dos ángeles. Entonces
les pregunto: ¿quiénes son ustedes? Y ellos me responden: Dios nos ha
enviado por ti, levántate que tienes que ir con nosotros. Yo de
inmediato empiezo a gritar: no me lleven por favor, Dios nunca me dio
una oportunidad, por favor Dios dame una oportunidad".
La respuesta del Creador, según Héctor, no se hizo esperar y escuchó
una voz que le dijo: "Yo soy Jehová tu Dios, si tú quieres que te
perdone dobla tus rodillas, arrepiéntete de todo lo que has hecho,
confiesa tus pecados y yo te voy a perdonar". En ese mismo instante,
asegura que clamó a Jesús y le pidió perdón por todas sus fechorías.
Después ya nada volvió a ser lo mismo para él. Atrás quedarían alrededor
de un centenar de asaltos de gran revuelo, sus días de delincuente
"rankeado", su veneración por imágenes e ídolos inexistentes, su
condición de "taita" carcelero y hasta su carácter indómito. Conocería
al pastor Teófilo Estrada Maíz y se incorporaría al Movimiento Misionero
Mundial para difundir la Palabra del Señor.
Héctor Allende Lloclla reflexiona, en la fría noche limeña, en busca de
las palabras exactas para definir ese instante que lo depositó en la
tranquilidad luego de haber estado enterrado en la criminalidad. Se le
ocurre que llegar a Jesucristo, como él lo hizo, es una posibilidad al
alcance de cualquiera, y piensa en los seis años que pasó en el penal de
Lurigancho hablando de las buenas nuevas y conquistando almas para
Jesucristo, una tarea que, desde el año 2000, prosigue en libertad con
gran éxito. "Dios me sacó de la delincuencia y hoy estudio Derecho y
vivo entregado al Señor al lado de mi esposa Ada. Mi cambio es una
muestra de que el Salvador es la verdad más grande de la vida",
sentencia este hombre que nunca deja de hablar del Todopoderoso.
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