Muchos cristianos huyeron para evitar la cacería, autorizados para aplicar el consejo de Jesús a sus discípulos: "cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra" (Mt. 10:23). Pero las pesquisas fueron tan generales y tan vigorosas que se hizo imposible la huida.
Muchos de los magistrados del imperio estaban dispuestos a aplicar el
edicto con todo rigor, mientras que otros procuraban eludirlo
prudentemente en cuanto les fuera posible. Mensurio, el obispo de
Cartago, llevó inmediatamente a su casa todos los manuscritos que había
en la Iglesia y puso en su lugar otros libros heréticos, de poco valor.
Cuando llegó la policía, se apoderó de ellos, sin hacer ninguna
objeción. Algunos senadores informaron al procónsul de lo que el obispo
había hecho y le aconsejaron que mandara hacer un registro en casa del
prelado; pero el procónsul no hizo caso ninguno de aquellas
observaciones. A otro obispo de Numidia, que sentía repugnancia de hacer
entrega de los ejemplares de los Sagrados Libros, la policía le
aconsejó que entregara los manuscritos de menos importancia que tuviera
en su poder.
Esta nueva prueba de fidelidad de los cristianos para con el Salvador
sirvió para poner de relieve sus diversos caracteres. Cierto número,
cediendo al miedo de la cárcel y de tortura, entregaron al instante los
ejemplares del Nuevo Testamento que tenían en su poder, los cuales
fueron quemados en las plazas públicas. A estos, les llamaron traditores
("que hacen traición o que entregan"), los cuales fueron excluidos de
la comunión de la Iglesia.
En las persecuciones anteriores, ya fuere porque no se sintieren
bastante fuertes para mantener su fe hasta el fin, ya porque se
creyeran, por la situación personal en que se hallaban, autorizados para
aplicar el consejo de Jesús a sus discípulos –"Cuando os persigan en
esta ciudad, huid a la otra" (Mt. 10:23)–, muchos cristianos huyeron
para evitar la persecución. Pero esta vez las pesquisas fueron tan
generales y tan vigorosas que se hizo imposible la huida. En África, en
aquella tierra clásica del celo ardiente e intrépido hasta la temeridad,
muchos cristianos ni siquiera esperaron ser llamados por las
autoridades, sino que se adelantaron y confesaron que poseían Libros
Sagrados, pero que no estaban dispuestos a entregarlos. El prudente
obispo Mensurio se negó a conceder a éstos el codiciado título de
mártires. Alejados de ambos extremos, en todas partes, hubo hombres y
mujeres que, sin provocar el martirio, no buscaron subterfugios ni
excusas, sino que por el poder de la fe, resistieron valientemente a
toda la malicia del enemigo, hasta obtener la corona de la victoria.
Apenas empezaba la persecución, cuando un accidente imprevisto
contribuyó a que se decretaran castigos más rigurosos. Se pegó fuego al
palacio imperial de Nicomedia, iniciándose en la misma habitación de
Diocleciano. Naturalmente que se acusó de ello a los cristianos.
Diocleciano, tan alarmado como indignado, hizo torturar a toda la
servidumbre, presidiendo en persona los tormentos y las declaraciones de
aquellos infelices. Quince días después, se originó un nuevo incendio
en el palacio, y Galerio, temiendo ser abrasado, abandonó principalmente
la ciudad. En cuanto a Diocleciano, poseído de ira, obligó a su esposa y
a su hija a que sacrificaran a los dioses. Numerosos oficiales de la
corte y sacerdotes fueron condenados a muerte con sus familias, martirio
que se les impuso por el fuego, la espada o el agua.
Entonces, empezaron en Armenia y en Siria ciertas turbulencias
políticas, de las cuales se acusaba al clero cristiano, por lo que se
publicó un segundo edicto, ordenando que fueran encarcelados todos los
funcionarios eclesiásticos; orden que fue ejecutada con tanta
puntualidad, que las cárceles se llenaron de obispos y sacerdotes, hasta
el extremo de no quedar especio para los criminales.
A los tres meses, se publicó un nuevo edicto, por el que se concedía
libertad a todos los cristianos encarcelados que consintieran sacrificar
a los dioses, obligándoles por todos los medios de tortura posibles.
Finalmente, en el año 304, apareció el cuarto y último edicto, más
radical aún que el anterior, puesto que hacía extensiva a todos los
cristianos las medidas prescriptivas por el edicto precedente. Un bando
publicado en cada ciudad mandaba a todos los habitantes, ya fueran
hombres, mujeres o niños, que se presentaran en los templos. Unas listas
nominales servían para llamar a los ciudadanos, uno después de otro; a
la salida se hacía una severa indagación de los que habían entrado,
prendiendo a todos los que se suponían fueran cristianos. Si bien es
cierto que, como otras veces, muchos demostraron ser débiles ante una
prueba tan terrible, en todas partes, sin embargo, se manifestaron
muchos testigos de Cristo, dispuestos a sacrificar su libertad y hasta
su propia vida por el testimonio de su fe.
Ya los perseguidores creían seguro el triunfo. Ya cantaban el himno de victoria, que dice:
"¡Están borrados los nombres de los cristianos que pretendían
trastornar el Estado! ¡La superstición cristiana ha sido destruida en
todas partes, porque por doquier ha sido restablecido el culto de los
dioses!".
Pero al mismo tiempo que los opresores se regocijaban de esta manera,
la divina Providencia preparaba la libertad de la Iglesia.
La persecución no llegó jamás hasta las extremidades occidentales del
imperio. La Galia, España y la Gran Bretaña se vieron libres de ella. El
César de aquellas provincias era Constantino Clore. Bondadoso y humano,
sentía simpatía por la Iglesia y, aunque no profesaba personalmente el
cristianismo, tenía mucha confianza en los cristianos que le rodeaban y
permanecían firmes en la fe. Decía a menudo que aquel que careciera de
fidelidad para con Dios, no podía tampoco tenerla para con su príncipe.
Sin embargo, no siéndole posible desobedecer los edictos de Diocleciano,
mandó derribar algunas iglesias para cubrir las apariencias. Pero
cuando, por la abdicación de Diocleciano, vino a ser augusto, su nueva y
poderosa posición le permitió proteger abiertamente a los cristianos de
las provincias occidentales.
En cuanto al Oriente, la abdicación de Diocleciano no atenuó de momento
el furor de la persecución. Galeriano fue nombrado augusto y concedió
el título de César a su sobrino Maximino Daza, que fue establecido sobre
las provincias de Siria y Egipto. Este cruel libertino era esclavo de
las supersticiones paganas y del engaño de sus sacerdotes y adivinos.
Puede decirse que por los medios que empleó para desarraigar el
cristianismo, excedió a la crueldad de su propio protector.
Lactancio, que estaba en Nicomedia cuando empezó la persecución y cuya
historia escribió, recordando la época anterior, exclamaba:
"Aunque tuviera cien bocas, cien lenguas y una voz de hierro, no me
sería posible expresar todas las formas de los crímenes que se
cometieron contra los cristianos, ni siquiera enumerar todos los
suplicios que padecieron (…) Excepto las provincias de Galia, desde el
Este al Oeste, tres fieras estaban perpetuamente rabiosas.(…) En
Oriente, bajo el imperio de Galiano, la tortura generalmente usada, era
ser quemado con poca lumbre. Para esto, se ataba a los cristianos a un
palo y, en seguida, se encendía fuego a sus pies, hasta que los músculos
contraídos de apartaban de los huesos. Después se aplicaban antorchas
encendidas a cada uno de los miembros del paciente, para que fueran
quemadas todas las partes de su cuerpo. Mientras tanto, mojaban su cara
en agua fresca y humedecían sus labios para evitar que la sequedad de la
boca acelere su muerte. Después de un largo día de padecimientos, la
piel de aquellos desdichados quedaba completamente destruida, la fuerza
del fuego penetraba en las partes vitales, y morían. Sus cuerpos eran
quemados en una hoguera fúnebre, y sus restos, ya reducidos a polvo,
eran arrojados al agua".
No nos olvidemos de añadir que este ensayo de extirpación del
cristianismo a menudo parecía demasiado horrible a los mismos paganos.
En Alejandría, los habitantes escondieron en sus casas a muchos
cristianos que eran perseguidos, y algunos prefirieron la pérdida de sus
bienes y de su libertad antes que hacer traición a los que se habían
refugiado bajo su techo.
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