jueves, 11 de octubre de 2012

Persecuciones parte (II) segunda mitad del Siglo III


Muchos cristianos huyeron para evitar la cacería, autorizados para aplicar el consejo de Jesús a sus discípulos: "cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra" (Mt. 10:23). Pero las pesquisas fueron tan generales y tan vigorosas que se hizo imposible la huida.
Muchos de los magistrados del imperio estaban dispuestos a aplicar el edicto con todo rigor, mientras que otros procuraban eludirlo prudentemente en cuanto les fuera posible. Mensurio, el obispo de Cartago, llevó inmediatamente a su casa todos los manuscritos que había en la Iglesia y puso en su lugar otros libros heréticos, de poco valor. Cuando llegó la policía, se apoderó de ellos, sin hacer ninguna objeción. Algunos senadores informaron al procónsul de lo que el obispo había hecho y le aconsejaron que mandara hacer un registro en casa del prelado; pero el procónsul no hizo caso ninguno de aquellas observaciones. A otro obispo de Numidia, que sentía repugnancia de hacer entrega de los ejemplares de los Sagrados Libros, la policía le aconsejó que entregara los manuscritos de menos importancia que tuviera en su poder.
 
Esta nueva prueba de fidelidad de los cristianos para con el Salvador sirvió para poner de relieve sus diversos caracteres. Cierto número, cediendo al miedo de la cárcel y de tortura, entregaron al instante los ejemplares del Nuevo Testamento que tenían en su poder, los cuales fueron quemados en las plazas públicas. A estos, les llamaron traditores ("que hacen traición o que entregan"), los cuales fueron excluidos de la comunión de la Iglesia.
 
En las persecuciones anteriores, ya fuere porque no se sintieren bastante fuertes para mantener su fe hasta el fin, ya porque se creyeran, por la situación personal en que se hallaban, autorizados para aplicar el consejo de Jesús a sus discípulos –"Cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra" (Mt. 10:23)–, muchos cristianos huyeron para evitar la persecución. Pero esta vez las pesquisas fueron tan generales y tan vigorosas que se hizo imposible la huida. En África, en aquella tierra clásica del celo ardiente e intrépido hasta la temeridad, muchos cristianos ni siquiera esperaron ser llamados por las autoridades, sino que se adelantaron y confesaron que poseían Libros Sagrados, pero que no estaban dispuestos a entregarlos. El prudente obispo Mensurio se negó a conceder a éstos el codiciado título de mártires. Alejados de ambos extremos, en todas partes, hubo hombres y mujeres que, sin provocar el martirio, no buscaron subterfugios ni excusas, sino que por el poder de la fe, resistieron valientemente a toda la malicia del enemigo, hasta obtener la corona de la victoria.
 
Apenas empezaba la persecución, cuando un accidente imprevisto contribuyó a que se decretaran castigos más rigurosos. Se pegó fuego al palacio imperial de Nicomedia, iniciándose en la misma habitación de Diocleciano. Naturalmente que se acusó de ello a los cristianos. Diocleciano, tan alarmado como indignado, hizo torturar a toda la servidumbre, presidiendo en persona los tormentos y las declaraciones de aquellos infelices. Quince días después, se originó un nuevo incendio en el palacio, y Galerio, temiendo ser abrasado, abandonó principalmente la ciudad. En cuanto a Diocleciano, poseído de ira, obligó a su esposa y a su hija a que sacrificaran a los dioses. Numerosos oficiales de la corte y sacerdotes fueron condenados a muerte con sus familias, martirio que se les impuso por el fuego, la espada o el agua.
 
Entonces, empezaron en Armenia y en Siria ciertas turbulencias políticas, de las cuales se acusaba al clero cristiano, por lo que se publicó un segundo edicto, ordenando que fueran encarcelados todos los funcionarios eclesiásticos; orden que fue ejecutada con tanta puntualidad, que las cárceles se llenaron de obispos y sacerdotes, hasta el extremo de no quedar especio para los criminales.
 
A los tres meses, se publicó un nuevo edicto, por el que se concedía libertad a todos los cristianos encarcelados que consintieran sacrificar a los dioses, obligándoles por todos los medios de tortura posibles. Finalmente, en el año 304, apareció el cuarto y último edicto, más radical aún que el anterior, puesto que hacía extensiva a todos los cristianos las medidas prescriptivas por el edicto precedente. Un bando publicado en cada ciudad mandaba a todos los habitantes, ya fueran hombres, mujeres o niños, que se presentaran en los templos. Unas listas nominales servían para llamar a los ciudadanos, uno después de otro; a la salida se hacía una severa indagación de los que habían entrado, prendiendo a todos los que se suponían fueran cristianos. Si bien es cierto que, como otras veces, muchos demostraron ser débiles ante una prueba tan terrible, en todas partes, sin embargo, se manifestaron muchos testigos de Cristo, dispuestos a sacrificar su libertad y hasta su propia vida por el testimonio de su fe.
 
Ya los perseguidores creían seguro el triunfo. Ya cantaban el himno de victoria, que dice:
 
"¡Están borrados los nombres de los cristianos que pretendían trastornar el Estado! ¡La superstición cristiana ha sido destruida en todas partes, porque por doquier ha sido restablecido el culto de los dioses!".
 
Pero al mismo tiempo que los opresores se regocijaban de esta manera, la divina Providencia preparaba la libertad de la Iglesia.
 
La persecución no llegó jamás hasta las extremidades occidentales del imperio. La Galia, España y la Gran Bretaña se vieron libres de ella. El César de aquellas provincias era Constantino Clore. Bondadoso y humano, sentía simpatía por la Iglesia y, aunque no profesaba personalmente el cristianismo, tenía mucha confianza en los cristianos que le rodeaban y permanecían firmes en la fe. Decía a menudo que aquel que careciera de fidelidad para con Dios, no podía tampoco tenerla para con su príncipe. Sin embargo, no siéndole posible desobedecer los edictos de Diocleciano, mandó derribar algunas iglesias para cubrir las apariencias. Pero cuando, por la abdicación de Diocleciano, vino a ser augusto, su nueva y poderosa posición le permitió proteger abiertamente a los cristianos de las provincias occidentales.
 
En cuanto al Oriente, la abdicación de Diocleciano no atenuó de momento el furor de la persecución. Galeriano fue nombrado augusto y concedió el título de César a su sobrino Maximino Daza, que fue establecido sobre las provincias de Siria y Egipto. Este cruel libertino era esclavo de las supersticiones paganas y del engaño de sus sacerdotes y adivinos. Puede decirse que por los medios que empleó para desarraigar el cristianismo, excedió a la crueldad de su propio protector.
 
Lactancio, que estaba en Nicomedia cuando empezó la persecución y cuya historia escribió, recordando la época anterior, exclamaba:
 
"Aunque tuviera cien bocas, cien lenguas y una voz de hierro, no me sería posible expresar todas las formas de los crímenes que se cometieron contra los cristianos, ni siquiera enumerar todos los suplicios que padecieron (…) Excepto las provincias de Galia, desde el Este al Oeste, tres fieras estaban perpetuamente rabiosas.(…) En Oriente, bajo el imperio de Galiano, la tortura generalmente usada, era ser quemado con poca lumbre. Para esto, se ataba a los cristianos a un palo y, en seguida, se encendía fuego a sus pies, hasta que los músculos contraídos de apartaban de los huesos. Después se aplicaban antorchas encendidas a cada uno de los miembros del paciente, para que fueran quemadas todas las partes de su cuerpo. Mientras tanto, mojaban su cara en agua fresca y humedecían sus labios para evitar que la sequedad de la boca acelere su muerte. Después de un largo día de padecimientos, la piel de aquellos desdichados quedaba completamente destruida, la fuerza del fuego penetraba en las partes vitales, y morían. Sus cuerpos eran quemados en una hoguera fúnebre, y sus restos, ya reducidos a polvo, eran arrojados al agua".
 
No nos olvidemos de añadir que este ensayo de extirpación del cristianismo a menudo parecía demasiado horrible a los mismos paganos. En Alejandría, los habitantes escondieron en sus casas a muchos cristianos que eran perseguidos, y algunos prefirieron la pérdida de sus bienes y de su libertad antes que hacer traición a los que se habían refugiado bajo su techo.

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