Las elecciones presidenciales enfrentan un momento clave en la historia norteamericana, teniendo como escenario una guerra no contra enemigos externos sino de ideas que al ser optadas conducirán a la nación a la recuperación o el declive total.
Ni los conflictos en el mundo del Islam, ni las dificultades para
manejar una estrategia en las rutas del petróleo, ni los asesinatos de
funcionarios norteamericanos en esos países acaecidos en estos últimos
días, ninguna guerra con enemigos externos pueden comparársele. En estos
días los Estados Unidos de Norteamérica libran una batalla menos
claramente percibida en su contenido que los avatares externos que
enfrenta. Analistas políticos norteamericanos, conscientes de sus
raíces, no dudan en aseverar que su país está ya en la franca vía del
post-cristianismo, y que se parece a un tren aproximándose a toda
velocidad a un abismo1, habiendo abandonado sus fundamentos cristianos y
abrazado el progresivismo, una manera de evolucionismo en economía y
política, y las tendencias socialistas al igual que Europa, y con ello,
causado su caída cada vez más aparente e inminente. La realidad es por
ello que en estas elecciones presidenciales los EE UU enfrentan un
momento decisivo de su historia, teniendo como escenario una guerra no
contra enemigos externos sino de ideas que al ser optadas conducirán a
la nación, o a la recuperación, no sólo económica, o al declive total.
Sí, la mayor guerra norteamericana es interna e ideológica.
Quien ha presenciado en los canales de televisión norteamericanos las
convenciones de ambos partidos, habrá notado de qué se trata: el partido
demócrata busca tiempo, un período más en el poder para lograr algo más
visible que las pálidas cifras del presidente Obama. El discurso es el
mismo: Obamacare, impuestos, rescates -falsos, ya que en realidad son
sólo maneras de ganar tiempo al enfrentamiento real de sus deudas- para
asistir a los que no tienen… y una agenda absolutamente imprevista en el
plano moral: legalización del matrimonio homosexual. Si Obama pretendió
alguna vez convencer al mundo de su filiación cristiana, nunca pudo
engañar a los que miraron con atención su verdadero perfil humanista. El
partido Republicano vuelve, más decidido y contundente que nunca en los
discursos de sus miembros, e invoca la conciencia histórica del pueblo:
hay que volver a las raíces. La convención Republicana fue una fiesta,
un banquete de ideas, que nuestros países latinoamericanos,
supuestamente cristianos, pero más católicos que cristianos, nunca hemos
tenido el privilegio de escuchar tan claramente como en esa nación.
Así, durante dos días, quienes presenciaron la convención pudieron oír
algo que parecía sacado de otras épocas: desde un McCain alegando la
causa de la dignidad humana como opuesta a los programas estatales de
asistencia, a una Silvia Martínez, Gobernadora de Nuevo México,
mezclando con orgullo sus frases de batalla en español con su historia
familiar, la de sus padres quienes empezaron una pequeña empresa en
donde ella inicia su vida laboral en un puesto de guardianía, para
terminar empleando a cientos de personas. No fue la única, fue más bien
el común denominador, la tipificación de la historia del ciudadano
común, la historia de sacrificio, fe y éxito empresarial, la bandera de
la nación de la libertad para salir adelante mediante el propio
esfuerzo, no la limosna del Estado. El clímax de la convención lo
protagonizó Condoleezza Rice, esa imagen de mujer de acero, ahora
inimaginablemente cercana, una historia memorable de niña negra
marginada a quienes sus padres animaron a creer en sí misma, creer hasta
convertirse en la primera mujer negra que llega al puesto de Secretaria
de Estado Norteamericano. Rice fue clara al afirmar que a los EE UU le
urge volver a ser esa nación promotora de los sueños individuales para
recuperar su liderazgo mundial. Es obvio que los norteamericanos de
vertiente conservadora no le tienen miedo al liderazgo, algo que
deberíamos imitar, en lugar de buscar el poder subrepticiamente con
falsas modestias. Coronó la convención Paul Ryan, quien pasó de su
historia familiar de clase media, la de la madre viuda quien inicia un
modesto negocio para sacar adelante a sus hijos, a la enérgica defensa
del corte del gasto federal, a trabajar para aumentar la clase media.
"Entre crecimiento de Estado y Gobierno, escogemos Gobierno", dijo al
final, y con ello remontó a toda la convención a sus raíces cristianas
nuevamente.
El candidato presidencial Mitt Romney es mormón. Ryan es católico.
Lejos de lamentar la capacidad norteamericana de unir fuerzas en base a
valores comunes, también envidiable, de lo que se trata aquí es de
principios: ¿Se puede votar por un mormón?; ¿Puede un evangélico confiar
en un católico? Si se trata de principios, los norteamericanos tendrán
que remitirse a estándares bíblicos. "Sabios, entendidos y expertos",
tendrá que ir unido a la capacidad de defender valores morales no
negociables. Y se entiende que la sabiduría requerida no es la de las
famosas universidades humanistas, sino la del conocimiento de principios
bíblicos en el respeto al Dios de la Biblia3. Ya lo dijo Ryan al inicio
de su campaña: "nuestros derechos vienen de Dios, no del gobierno".
Inusual para el mundo, un joven político que no apela a sus títulos
universitarios -que sí los tiene- sino a su condición de hombre libre.
¿Entiende el mundo lo que Ryan dijo?
Visto desde esa perspectiva, se puede echar luces sobre la elección:
entre un Obama que cambia de política de acuerdo a la conveniencia,
promueve el aborto y se opone a las leyes antiabortistas, tiende medios
legales para que se legalice el matrimonio homosexual, demostrando así
su falsa adherencia a valores cristianos; que en relación a perspectiva
de Estado no vacila en incrementar y crear nuevos impuestos, aún sobre
la herencia, y hasta el 30% de impuesto sobre todo el que gane un millón
de dólares anuales, que intenta con Obamacare pasar el control de la
salud de los norteamericanos del sector privado al Estado; que ha
logrado expandir tanto al Estado que una de cada cinco familias
americanas recibe cupones de alimentos; a un Romney que defiende a la
familia y a la unión matrimonial entre hombre y mujer de manera expresa;
quien, aún cuando tiene una posición clara acerca de un Estado no tan
limitado, aprueba los recortes fiscales y apoya a su candidato a
vicepresidente, Paul Ryan, en políticas fiscales duras y a favor del
desarrollo de la pequeña empresa; queda por considerarse si Romney pasa
finalmente, de vacilantes opiniones sobre el aborto y el tema homosexual
-ha pasado de pro-aborto a la defensa de la vida en contra del aborto,
aceptándolo sólo en casos de incesto o violación, e igualmente apoyando
la adopción por parte de homosexuales- y de su decidida posición
antimigratoria (que lo ha hecho impopular a los latinos), a posiciones
más claras y sin ambigüedad en el expreso terreno moral.
El idioma inglés cuenta con un término difícil de traducir al español
en su significado exacto: "ultimate". La guerra ideológica podrá no ser
la "última" en términos cronológicos, pero los norteamericanos perciben
que sí se trata de una batalla decisiva para ellos como nación hasta
hace poco indiscutiblemente poderosa. Que los resentimientos antiyanqui
no engañen: quien alguna vez pudo estar en ese país compartiendo las
cenas en familia seguidas de devocionales didácticos, plenos de valores
cristianos, quienes se han sentado ante una mesa norteamericana en día
de Acción de Gracias, y gozado de la abundancia que hasta hace pocos
años los norteamericanos compartían con los extranjeros, saben lo que
esa nación –no perfecta, como que nunca la ha habido en este mundo- debe
al Cristianismo. Que la historia no sea mezquina en reconocerlo.
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