lunes, 16 de julio de 2012

Persecuciones a los cristianos


Durante la primera mitad del siglo III se inició nuevamente la persecución contra los seguidores de Cristo. Sistemáticamente se intentó destruir completamente a toda la Iglesia con un sangriento ensañamiento contra los creyentes del Señor.

Durante el corto impero de Maximino

(235-238), se inició nuevamente la persecución contra los cristianos. Este tracio, de una estructura y una fuerza colosales, fue un monstruo de crueldad. Entre sus víctimas, se menciona al presbítero Hipólito de Roma, que se supone fuera enviado a las minas de azufre de Sardeña, juntamente con el obispo Ponciano, y muriera allí.

Es creencia generalizada que Hipólito había sido discípulo de Ireneo. Lo que es indudable es que fue el representante más distinguido de la iglesia de Roma en la primera época del siglo III. Escribió una obra, de la cual quedan sólo diez libros, que se titula Philosophoumena, o sea, "Refutación de todas las herejías". Este descubrimiento débese a un sabio griego, Minoidas Mynas, a quien el gobierno francés confió el encargo de buscar y adquirir manuscritos antiguos. Fueron descubiertos en 1842, en el convento de Monte-Athos, en Turquía. Posteriormente, en unas excavaciones que tuvieron lugar en Roma, en el año 1851, se halló la estatua de un personaje de aspecto venerable, sentado en una silla y llevando un peto griego que, se supone, representaba a Hipólito1. He aquí un fragmento de sus manuscritos hallados, en el cual se expone de un modo claro la unión de lo divino y lo humano en la Persona de Cristo:

"Nosotros creemos, queridos hermanos, que la Palabra descendió del cielo, que penetró en la santa virgen María, de manera que fue hecha hombre en toda la aceptación de la palabra, excepto en el pecado, para que los hombres fueran salvos por Ella… Si bien en su nacimiento se puso de manifiesto su dignidad, el Hijo del hombre no rehuyó nada de lo que es humano. Conoció el hambre y el cansancio. En medio de su dolor, tuvo sed, y entre sus angustias, oró. Él, que como Dios, no conoció el sueño, durmió sobre la almohada. Él, que vino al mundo para padecer, quiso alejar de sí el cáliz. Él, que da fuerzas a los que confían en su nombre, estuvo en la agonía; su sudor fue como gotas de sangre, teniendo necesidad de que bajara un ángel a confortarle. Él, que sabía quién era Judas, fue vendido por éste; Él, que fue despreciado por Herodes, es juez de toda la tierra. Él, que podía llamar en su ayuda a millares de millares de ángeles y de arcángeles, fue objeto de burla para algunos soldados. Aquel que fijó los cielos como una bóveda, fue atado a la cruz por un hombre y, aunque el Crucificado sea uno con el Padre, invocó a su Padre y le entregó su alma, y dijo: Yo tengo poder para entregar mi vida y para volverla a tomar. Resucitó de los muertos, mientras que Él fue encerrado en un sepulcro. En el tercer día, el Padre le resucitó de entre los muertos al que era la resurrección y la vida (…) Es, finalmente, Aquel que, al soplar sobre sus discípulos, les llenó del Espíritu Santo; que, estando cerradas las puertas, entró donde ellos estaban, que subió a los cielos mientras sus discípulos le contemplaban y que está sentado a la diestra del Padre, de donde vendrá para juzgar a los vivos y a los muertos".

Durante los reinados de Gordiano y de Felipo el árabe (238-249), las iglesias gozaron de completo reposo. Algunos autores antiguos aseguran que Felipo se convirtió al cristianismo; afirmación que no se explica, considerando la parte que tomó en las magníficas solemnidades religiosas del paganismo que se celebraron en Roma con motivo del milenario de la fundación de la capital. Pero es indudable que miró con benevolencia a la Iglesia cristiana. Y se sabe que orígenes mantenía activa correspondencia con él y con la emperatriz Severa.

Su sucesor, Decio, sólo gobernó dos años; pero su reinado fue célebre por la persecución más general y más sangrienta de la que fue víctima la Iglesia. A él se debe el primer ensayo sistemático como un intento de destruir completamente a la Iglesia. Y es que una afortunada rebelión había despojado de la corona imperial a Felipo, a fin de colocarla sobre la cabeza de Decio. Que fue un defensor fanático del paganismo…Éste, apercibiéndose de cuánto influían los cristianos en el Estado y creyéndoles partidarios de Felipo, les trató como a enemigos personales.

Así, se reprodujeron contra los cristianos las escenas del reinado de Séptimo Severo, bastando una señal del jefe del Estado para que se desencadenaran contra ellos las malas pasiones del populacho. La iglesia, que gozaba por entonces de gran popularidad, no estaba preparada para la prueba a que se vio sometida de improviso. En la mayor parte de las provincias había disfrutado de la mayor tranquilidad durante treinta años, mientras que en otras, la paz de la Iglesia se había dilatado por más tiempo. Por ello, para los fieles que no habían conocido la lucha con el mundo, abandonado hacía tiempo, la prueba fue terrible.

En esta intentona de acabar con el cristianismo, se vulneraron las leyes y la justicia. Las instrucciones dadas por Plinio por Trajano fueron pisoteadas5. Ordenóse que se procediera a hacer minuciosas investigaciones a todos los sospechosos, y estas odiosas prácticas inquisitoriales, que empezaron en Roma, se propagaron rápidamente por todo el imperio.

En todas las ciudades, al recibirse el edicto del emperador, se señaló un día para que todos los cristianos comparecieran delante de los magistrados y abjuraran de su fe, ofreciendo sacrificios paganos. Muchos permanecieron firmes, otros cedieron al miedo. Los que se resistieron, después de padecer tormentos diversos, fueron finalmente condenados a morir de hambre y sed. Los bienes de los que huyeron fueron secuestrados y a éstos se les prohibió, bajo pena de muerte, que regresaran a sus lares. Otros cristianos, que no tuvieron el valor para arrostrar el peligro, compraron su reposo, pagando cara la avidez de los magistrados. Y hay quienes tropezaron con jueces complacientes, o favorables a los cristianos, que se contentaban con falsos certificados de obediencia al decreto imperial.

He aquí de qué modo Dionisio, obispo de Alejandría, describe el efecto que produjeron aquellas medidas de rigor en dicha ciudad: "Tan terrible decreto nos sumergió a todos en la mayor consternación. Varios de los miembros más distinguidos de la Iglesia fueron los primeros en someterse. Unos, por propio temor, o empujados por los parientes o amigos, se presentaron individualmente; mientras que otros quisieron presentarse como funcionarios públicos, en virtud de sus cargos. Cada cual, al ser llamado, se acercaba y sacrificaba. Algunos estaban tan pálidos y temblorosos, que más parecían víctimas que sacrificadores, por lo que eran objeto de la burla del populacho que los suponía con tanto miedo de sacrificar como de morir. Otros al contrario, sacrificaban con tal apresuramiento, que afirmaban atrevidamente no haber sido nunca cristianos. En cuanto al pueblo cristiano, una parte siguió el mal ejemplo dado por la gente principal, mientras que otra buscó su salvación en la huida. De los que fueron presos, unos mostraron su fortaleza, hasta que tuvieron las manos encadenadas con las esposas; otros permanecieron firmes hasta después de algunos días de cárcel, pero abjuraron antes de comparecer ante el tribunal, y varios que habían sufrido algunos tormentos acabaron por ceder. También hubo cristianos que permanecieron firmes como si fueran columnas benditas del Señor que, fortalecidos por Él, soportaron los padecimientos como una constancia digna de su fe y fueron hechos testigos admirables de la verdad y de su Reino".

"Entre los más intrépidos, el más valiente fue un anciano llamado Juliano, que atacado de la gota no podía ni andar, ni tenerse en pie. Juntamente con él, fueron presos otros dos, uno de los cuales renegó en seguida de su fe, mientras que el otro, Cronio Eunos, perseveró hasta el fin. Montados sobre dos camellos, se les hizo dar la vuelta a la ciudad, azotándoseles con varas, hasta que, vivos aún, fueron echados en una inmensa hoguera, en presencia de todo el pueblo. Un soldado que quiso protegerlos contra los insultos del populacho fue inmediatamente decapitado. Un muchacho de quince años, llamado Dioscoro, que no quiso ceder ni a las promesas, ni a las torturas, y cuyas contestaciones revelaban una sabiduría superior a su edad, fue despedido por el juez para que tuviera tiempo de arrepentirse. Muchos de los que huyeron, perecieron miserablemente…

Es imposible enumerar todos los que, perdidos en los desiertos y en las montañas, perecieron de hambre, de sed, de frío, o de enfermedad, fueron asesinados por los bandidos o devorados por las fieras. Los que de entre ellos han sobrevivido pueden ser testigos de su elección y de su victoria".

También Cipriano, obispo de Cartago, con su enérgico lenguaje, describe la corrupción en la que había caído la iglesia de aquella ciudad:"El Señor ha querido probar a los suyos. La regla divina de conducta había sido corrompida por tan larga paz, que fue preciso un severo juicio de Dios para despertar la fe vacilante. Olvidando lo que los fieles hacían en tiempo de los apóstoles, que es lo que debiera hacerse siempre, cada uno procuraba aumentar su fortuna, fin especialísimo tras del que se lanzaban con demasiada avidez. Se usaban hábiles fraudes para engañar a los simples y los fieles eran enredados de mala manera. Se celebraban matrimonios mixtos, perteneciendo los cónyuges a religiones enemigas. Se juraba en falso. Los fieles, con sus lenguas envenenadas, murmuraban unos de otros; se rehuían, se odiaban…

Los sacerdotes y los ministros no poseían ya ni una piadosa abnegación, ni una sana doctrina, ni caridad, ni disciplina. Varios obispos, pisoteando los deberes de su cargo, abandonaban sus sedes y su rebaño y, viajando por las provincias, comerciaban para enriquecerse, mientras que los pobres perecían de hambre en su iglesia.

En su afán de atesorar, no se detenían ni ante el fraude, ni ante la usura".

Es natural que tales gentes resistieran bien poco a la persecución, como efectivamente así ocurrió: "Muchos –escribía Cipriano– fueron vencidos antes de combatir, otros fueron derribados antes de empezar la lucha. Muchos ni siquiera quisieron que se dudara de su adjudicación. De su propia voluntad se fueron al Foro y, como encontraran por fin la oportunidad largo tiempo deseada, se apresuraban en renegar de Cristo (…). Y para que no faltara nada a tal acumulación de crímenes, viéronse padres conduciendo, por persuasión o la fuerza, a sus hijos para que ofrecieran sacrificios".

No se crea que eran sólo las iglesias de Alejandría y de Cartago las que habían llegado a tal estado de degradación. Roma, que parecía no haber sufrido en las últimas persecuciones y que probablemente no había conocido ninguna otra desde la de Nerón, hasta la de Decio10, no estaba mejor preparada que otra para una prueba tan terrible. El clero escribió a Cipriano lastimosas cartas:

"Casi todo ha sido asolado, y el suelo está cubierto de ruinas de hermanos que han apostatado".

Si bien es cierto que tanto en Alejandría como en Cartago fue considerable el número de los apóstatas y el de los débiles, también se manifestaron hermosos ejemplos de fe:

"Las muchedumbres presenciaron con admiración la batalla a favor de Cristo. Las víctimas demostraron más valor que sus verdugos y los miembros destrozados fueron más fuertes que los hierros con que los desgarraron y torcieron. Las varas han podido pegar, y hasta pegar con furor, pero no pudieron vencer una fe invencible, aun cuando golpeaban sobre miembros rotos y adoloridos. ¡Cuán preciosa es, a los ojos del Eterno, la muerte de los que le aman! (Sal. 116:15)".

Entre los confesores, mencionemos a Nomidico, que después de haber visto morir a su esposa en la hoguera, fue dejado por muerto, quedando su cuerpo sepultado de piedras. Su hija, buscando su cadáver para darle honrosa sepultura, el encontró con vida y, cuidándole con mucha solicitud, pudo salvarle. En recompensa de su constancia, Cipriano le confirió el cargo sacerdotal

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