martes, 20 de marzo de 2012

“Cristo me visitó en mi celda”


Héctor Allende es el mayor de 10 hermanos.  Desde pequeño percibió el maltrato que le propinaba su padre al resto de su familia.
Fue un niño trabajador y siempre le prometía a su madre que algún día la apoyaría en todo. Aprendió a trabajar para pagar sus estudios.
La presencia de su padre causaba miedo en su familia. Lo único que apaciguaba su ira era el alcohol. Fue así que decidió irse de casa, siguiendo el ejemplo de su hermana que se había marchado con un hombre tiempo atrás.
“Ella (su  hermana) regresaba a casa trayendo víveres y yo pensé hacer lo mismo”, cuenta el protagonista de esta historia.
Poco a poco las amistades lo indujeron al mundo de las pandillas. Se asombró por la cantidad de dinero que esos muchachos ganaban y también pensó obtener dinero fácil.
Su lamentable vida se complementaba con fiestas y las bebidas alcohólicas. Su vida ingresó en una vorágine difícil de contener.
Una invitación para radicar en la selva fue para Héctor una oportunidad para cambiar el rumbo de su vida. Al llegar a esa nueva ciudad se percató que todos vestían  bien y comenzó a buscar trabajo para mejorar su “status”.
Frecuentaba casi todos los días una cantina, allí conoció a un hombre adinerado que tenía sendas hectáreas de hoja de coca. Fue así que Héctor llegó a trabajar en este oscuro negocio.
Luego de un año y con dinero ahorrado vuelve a casa. Pero llegó en un momento difícil, su madre estaba enferma de la tuberculosis. Poco a poco se vio en la necesidad de obtener más dinero.
Algunos de sus contactos delictivos estaban en Lima. Estos despertaron en él el deseo por más dinero, incentivándolo a ingresar al mundo del hampa.
Al poco tiempo ingresó a la casa de un oficial de la Policía de Investigación del Perú, robándole todo. Pero el acto trajo graves consecuencias para él, lo capturaron y  llegó al penal de Lurigancho. 
Ya en el pabellón 10, conoció a un interno que le dijo: “No te preocupes, si tu vienes conmigo no te va a pasar nada”. Y así pasó, empezó a ganarse el respeto dentro de la cárcel, donde la ley del más fuerte prevalece.
Al salir, luego de tres meses, llegó a su barrio y era el más temido. Le gustó infundir miedo en las demás. Su vida se volvió más violenta.
En su cuarto ingreso a la cárcel Héctor perdió toda esperanza de salir en libertad.  Las noches entre barrotes parecían eternas.
Es allí, en su celda, donde le encendía velas a la imagen del Señor de los Milagros (santo popular peruano) y mirando al cielo le rogaba: “Señor guíame por buen camino, ya mucho he sufrido”.
La visita de Dios
Una noche, en medio del dolor miró al techo de su celda y notó que este ya no estaba. Su asombro fue mayor cuando dos ángeles que bajaron del cielo y le dijeron: “Dios nos ha enviado por ti, ven síguenos”.
Pero Héctor no quiso seguirlos, sólo repetía: “No me lleven por favor, a mí Dios nunca me dio una oportunidad, por favor Dios dame una oportunidad”.
La respuesta del Todopoderoso no se hizo esperar y le dijo: “Yo soy Jehová tu Dios, si tu quieres que te perdone dobla tus rodillas, arrepiéntete de todo lo que has hecho, confiesa tus pecados y yo te voy a perdonar”.
En ese mismo instante, Héctor clamó a Dios y le pidió perdón por todos sus pecados. Esa misma noche vio una bola de fuego que se metió dentro de él, sentía que todo había cambiado.
A la mañana siguiente despertó, recordando todo lo que en la madrugada había pasado. Al levantarse pudo experimentar la libertad que solo Cristo puede dar, sintiendo una paz tan grande que no podía explicar.
Su cambio fue radical. Dejó las drogas, el alcohol y las fechorías que lo habían gobernado durante varios años.
Por aquel entonces, la iglesia del Movimiento Misionero Mundial estaba gestionando el ingreso de la predicación de la palabra de Dios al Penal de Lurigancho, lugar donde el permanecía internado.
Héctor Allende, a sus cortos 20 años, empezó a congregarse dentro de prisión. Fue así que encontró a un grupo de hermanos a quienes se les une. Con el paso del tiempo fue puesto en libertad, se bautizó y empezó a prepararse para el pastorado.
Dentro de los caminos de Dios conoce a Ada, con quien contrae matrimonio y tiene una linda familia.
Hoy, Héctor se desempeña como misionero penitenciario, apoyando a reos que desean cambiar de corazón


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